Ignaz Semmelweis era un doctor europeo, un obstetra, a mediados de 1800. Trabajó en el hospital General de Viena, un importante hospital de investigación, donde existía un problema horroroso: la tasa de mortalidad entre mujeres en la sala de maternidad era uno en diez. Piénselo. Una de cada diez mujeres que daba a luz ahí moría.
Los síntomas asociados con estas muertes se conocían como fiebre de parto. La ciencia médica convencional en ese momento requería un tratamiento separado para cada síntoma. La inflamación significaba que el exceso de sangre causaba hinchazón, así que desangraban al paciente y aplicaban sanguijuelas. Trataban la fiebre de la misma forma. El problema de respiración significaba que el aire era malo, así que mejoraban la ventilación. Y así, sucesivamente. Pero nada funcionaba, las mujeres que contraían la enfermedad morían en pocos días.
Semmelweis gradualmente se obsesionó con descubrir por qué la tasa de mortalidad en una sección de la sala de maternidad era mucho mayor que en otra. La única diferencia obvia entre las secciones era que la sección de Semmelweis estaba atendida por doctores, mientras que la otra era atendida por parteras. No podía ver por qué eso explicaría la diferencia, entonces trató de igualar cada otro factor entre los pacientes de la maternidad. Sin embargo, nada de lo que modificaba hacía una diferencia mensurable en las tasas de mortalidad.
Entonces, decidió tomarse una licencia por cuatro meses para visitar otro hospital, y a su vuelta descubrió que la tasa de mortalidad, en su sección, había caído significativamente. Investigó para encontrar la razón y gradualmente lo llevó a pensar sobre la posible significación de la investigación hecha por los doctores en los cadáveres. Recuerde, el hospital General de Viena era un hospital de enseñanza e investigación.
No habían visto ningún problema con esa práctica porque no había aún alguna comprensión de los gérmenes. Todo lo que ellos conocían eran los síntomas.
De estas observaciones, desarrolló una teoría de la fiebre de parto, una teoría que se transformó en la precursora para la teoría de los gérmenes. Concluyó que las “partículas” de los cadáveres y otros pacientes enfermos eran transmitidas a los pacientes sanos de las manos de los médicos. Entonces, inmediatamente instauró una política requiriendo a los médicos a lavar sus manos cuidadosamente en una solución de cloro y lima antes de examinar a algún paciente. El resultado fue que la tasa de muertes inmediatamente bajó a uno en cien.
Semmelweis tristemente reconoció: “sólo Dios sabe el número de pacientes que fueron prematuramente llevados a sus tumbas debido a mí.”[1] Semmelweis se dio cuenta que él era parte del problema.
Hay un tumor similar que se esparce en nuestras relaciones personales, un tumor que todos llevamos de un lado a otro, un tumor que puede aislarse y neutralizarse, el interés propio. Para ser más precisos, el interés propio es la enfermedad y la bacteria que la produce es la auto traición. Todos tenemos esa bacteria, yo, tú, el/ella, nosotros, vosotros y ellos, todos.
Auto traición es un cuando hacemos una acción que es contraria a lo que sentimos que deberíamos hacer.
Analicemos el tema con un ejemplo:
Supongamos que mi hija se lleva materias en el colegio y yo estoy afectado por la bacteria de la auto traición. Seguramente veré a mi hija como irresponsable, vaga, que no le gusta el estudio, etc. Si eso es lo que creo, posiblemente la critique, la vigile, le de una penitencia, etc. Si yo hago estas acciones mi hija, ¿cómo me va a ver? Seguramente como un dictador, enojón, injusto, desamorado, entrometido, etc. Si me ve así, ¿qué hará mi hija? ¿dejará de llevarse materias? Seguramente no.
Entonces, nos estaríamos provocando mutuamente para hacer más de lo que decimos que no nos gusta del otro.
Ahora supongamos que llega fin de año y nuevamente me encuentro pensando en que se llevará materias. Sin embargo, entra mi hija y me dice: ¡papá no me llevé ninguna materia!
¿Qué se supone que hago desde la auto traición? Le digo muy bien, pero no deberías haber esperado a último momento para aprobarlas.
Pensemos por un momento: ¿qué es lo que realmente quiero para mi hija? Lo que quiero es que sea responsable con sus obligaciones. Y mi hija ¿qué es lo que espera de mí? Seguramente que sea un buen padre.
¿Lo estamos logrando auto traicionándonos? No.
Analizando el ejemplo podemos concluir que cuando nos auto traicionamos:
Vemos al otro como culpable, agrandamos la fata de los demás. Esto nos da la razón para justificar y seguir haciendo lo mismo. Comienzo a ver el mundo en una forma que justifica mi auto traición.
Agrandamos nuestras propias virtudes, somos la víctima e incrementamos el valor de las cosas que justifica mi auto traición.
Invitamos al mutuo maltrato. Cuando culpamos al otro, con seguridad los otros nos culpan a nosotros. Ergo, todos perdemos.
Estamos ciegos a la verdad sobre los otros o nosotros mismos e incluso no vemos como destruye nuestros esfuerzos por lograr los resultados que queremos.
Provocamos en el otro el comportamiento que no queremos ver y ellos provocan en nosotros el comportamiento que no quieren ver.
No logramos los resultados que queremos porque estamos enfocados en nosotros mismos.
Lo peor de todo es que con el tiempo la auto traición se vuelve una característica nuestra y la llevamos con nosotros. Por eso cada vez que alguien desafía nuestra auto traición nos ponemos a la defensiva culpando a los demás. Vemos la vida como ganadores y perdedores.
La auto traición nos hace incapaz de ver que somos el problema.
¿Alguna vez se preguntó si Ud. es el problema?
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